Observatorio Laboratorios de Investigación Creación

CONTENIDOS Y ENFOQUES METODOLOGICOS DE LA EDUCACION ARTISTICA

CONTENIDOS Y ENFOQUES METODOLOGICOS DE LA EDUCACION ARTISTICA

Imanol Aguirre Arriaga. [1]

imanolite@telefonica.net

Universidad Pública de Navarra (España) 

 

Reconocer la contingencia del lenguaje nos lleva a reconocer la contingencia de la consciencia. «Ambos reconocimientos nos conducen a una imagen del progreso moral e intelectual como historia de metáforas cada vez más útiles antes que como comprensión cada vez mayor de cómo son las cosas realmente» (Rorty, 1989:29).  

Aunque he escrito otras veces sobre cómo veo la relación entre el arte y la educación, en esta ocasión he optado por aprovechar la solicitud que se me hace para repensar el tema desde mí mismo, reflexionando sobre cómo esta relación me ha salido al paso en distintos momentos de mi existencia configurando mi imaginario estético y educativo.

Me gustaría que este recorrido no se entendiera como una progresión ascendente en la adquisición de conocimiento, sino como una sucesión de contingencias que se suceden unas a otras en función de la utilidad que me han ido proporcionando en cada momento vital. Rorty lo dice de forma muy precisa en la cita que abre esta presentación.

También me gustaría señalar, antes de empezar que, aunque el tono autobiográfico de buena parte de este ensayo pudiera sugerir lo contrario, no hay detrás de la elección de esta fórmula ningún afán de colocarme en el centro del problema. Estoy seguro que mi biografía no tiene el menor interés para ninguno de los presentes y si me he atrevido a adoptar este formato de ensayo narrativo es porque creo, con Maxine Green (2005) que la autorreflexión y la elaboración de narrativas desde la propia experiencia son algunas de las mejores bazas con las que contamos los docentes para recuperar el protagonismo que la burocratización educativa nos ha quitado.

Espero por ello, que este ejercicio de introspección sirva para animar ejercicios similares entre los educadores aquí presentes y que ellos y ellas impulsen, a su vez, análoga actividad entre sus estudiantes.

La presentación tendrá tres partes distintas: la primera de ellas referida al pasado de mi encuentro con las distintas nociones de arte en relación con la educación. En la segunda trataré de describir el presente más cercano de mi toma de contacto con la educación artística y finalmente, en la tercera parte, me referiré a algo que quiere proyectarse hacia el futuro en forma de propuesta educativa para las artes y los productos estéticos. Vamos pues sin más preámbulos a hincar el diente a la cuestión.

La primera infancia: el encuentro con la idea de arte como decoración y representación mimética

Mis primeros contactos con las artes se pierden en mi frágil memoria en la que sólo quedan un par de recuerdos que hoy puedo considerar como significativos: el primero de ellos es el de mi abuela recortando con sumo cuidado los tomates, pimientos o guisantes de la lata de conservas. Estas imágenes acompañaron mi infancia porque ellas decoraban los azulejos superiores de la cocina de nuestro pequeño hogar.

El segundo recuerdo es el de una cabeza de caballo que, siempre con el mismo perfil, mi padre dibujaba ante mi admiración. Esta cabeza ocupaba un lugar central en la puerta de acceso a la cocina y era sustituida cuando el tiempo y la bayeta la ajaban lo suficiente como para estar más en disposición de ensuciar que de decorar.

A la hora de hacer este repaso no puedo discriminar nítidamente si fue antes la aceptación tácita de esta función decorativa para el arte o la de su función de representar, como un espejo, la realidad visible. Y digo que dudo porque si bien en casa era claro el predominio de la primera sobre la segunda en la escuela era más bien lo contrario. En aquellas aulas no había, como en las actuales, ningún dibujo infantil decorando las paredes ni ninguna otra imagen que no fuera la de un vetusto mapa –físico o político– según cuál hubiera sido la última lección de geografía recibida. Tampoco había ninguna escultura a no ser que consideremos como tales a esas cabezas de chinito o negrito que nos recordaban labores solidarias para quienes debían tener todavía menos que nosotros. Por eso tengo que concluir que fue en la escuela donde quedó impreso en mi imaginario la idea de que las artes, si algo tenían que hacer era representar la realidad visible lo más fielmente posible. Y bien que se empeñaba en ello el maestro al proporcionarnos una y otra vez las láminas de lanzadores de disco o jabalina primorosamente dibujados por un tal Freixas para que las copiáramos fielmente en nuestros cuadernos.

Entonces debí concluir que si el arte era algo debía ser mímesis, porque ¡ay de ti, si se te escoraba un poco la cabeza o si un brazo te quedaba mas corto que en el original! No sabía que mientras mis compañeros y yo copiábamos láminas de Freixas, hacía tiempo que en España y por supuesto en el extranjero algunos artistas ensayaban nuevas formas de arte que trataban de despegarse de esa secular tendencia imitativa de las artes. Pero, entonces como ahora, la escuela se encontraba en esta materia muy lejos de lo que se cocía en los pucheros del arte.

Debía ser por esta época también, cuando comenzó a crecer mi conocimiento de los grandes maestros y, con ello, mi admiración hacia su capacidad para hacer aquello que a mí me resultaba tan difícil.

Tuvo mucho que ver en esto la adquisición de mi primer libro de arte. Se titulaba “100 obras maestras de la pintura” y en aquel libro encontré imágenes, nombres y títulos que me resultaron fascinantes. Entre sus imágenes mi preferida era, sin duda, la de Georges La Tour, que observaba con atención, maravillado por el efecto de transparencia de la luz del candil entre las manos del niño. Para alguien acostumbrado a tomates, caballos y pimientos aquello resultaba insuperable. Los grandes maestros eran mi guía y en hacer una pintura de ese tipo puse todo mi autodidacta empeño, ajeno a expresiones como “el dibujo no es lo mío” o “yo no valgo para dibujar”, que comenzaba a oír a mi alrededor.

Los estudios de magisterio y el encuentro con la autoexpresión creativa.

La idea de la representación como copia y la idea de la representación como símbolo me salieron al paso y se inscribieron en mi imaginario estético, casi sin haberlo pretendido. Sin embargo, creo que mi encuentro con la idea del arte como expresión no se produjo hasta mediados de los años 70, siendo ya estudiante de magisterio. Un peculiar profesor, más artista que educador de arte, nos presentaba en sus clases los trabajos de autores para mí desconocidos entonces como Lowenfeld, Freinet o Arno Stern. que, según mi profesor, estaban revolucionando la educación artística. Y realmente debía ser cierto, porque sus proclamas a favor de la libre expresión del niño y del cultivo de la imaginación y la creatividad ponían en entredicho todas las prácticas anteriores en las que el sujeto, actor de la creación plástica, no merecía ninguna consideración.

Había en estos textos palabras mágicas para un estudiante inquieto y comprometido social y políticamente. Entre ellas la palabra “libertad”, que aparecía por doquier y que en el tardofranquismo adquiría siempre un significado muy intenso y especial.

El encuentro con Oteiza y las vanguardias: el arte como catalizador de la utopía antropológica

Pero Freinet, Luquet, Lowenfeld y el preferido de mi profesor de plástica en magisterio, Arno Stern, llegaron tarde reclamando para el arte la función de revelador del ser interior, porque la lectura del “Quosque Tandem…. Ensayo de interpretación estética del alma vasca”, escrito por el escultor Jorge Oteiza ya había alimentado en mi imaginario estético la idea de que el arte aspiraba a una misión más exclusiva y sublime para la culminación del proyecto antropológico para el ser humano: ni más ni menos que a representar o dar cuenta del alma de los pueblos.

En la palabra de Oteiza aprendí que el arte no era sólo una cuestión del orden de lo subjetivo, sino que en sus representaciones portaba y comprometía significados colectivos. Además, el pensamiento de Oteiza establecía una clara conexión entre arte, estética, compromiso político –entendido en este caso como compromiso con una posición ante la idea de ciudadanía– y compromiso ético. La conciencia de esa raigambre cultural de las artes y de su relación con el compromiso personal no me ha abandonado todavía y ha marcado claramente mi posición como educador artístico.

Me costó unos años comprender que esta concepción de arte como reflejo del espíritu de un pueblo (si tal cosa pudiera existir) respondía más a una a una visión idealista y romántica de la cultura, que a la propia naturaleza de las artes.

La vocación de escultor: El arte como techné y como investigación sistemática de las formas

El caso es que este impulso del artista comprometido políticamente me empujaron a participar en un proyecto artístico y cultural que se denominó “Taller de Aia”. Fue un proyecto inspirado por un escultor discípulo directo de Oteiza, de nombre Reinaldo, que abrió su propio taller a personas interesadas en aprender el oficio de escultor. La idea, un poco beuysiana y mesiánica, era formar en aquel taller a un grupo de personas que a su vez abrirían nuevos talleres, extendiendo estos conocimientos, y con ello el bálsamo benéfico y restaurador del arte, a todos los rincones de la sociedad.

En este taller, con un modelo formativo improvisado, basado en un contrato didáctico más próximo al de los talleres artesanos que a las propuestas educativas de la vanguardia –léase Bauhaus–, tomé conciencia real de una nueva concepción del arte: la del arte como techné, como ejercicio de destreza y como oficio.

La escultura como estudio sistemático.

Había descubierto en Oteiza que su programa de intervención política y cultural le llevó  la autoexigencia de formarse como ser humano y eso él lo quiso hacer a través de una cuidada investigación en la que utilizó la escultura como instrumento de su formación personal, de su puesta a punto como ser humano. Un proyecto que dio por concluido con su “Propósito experimental”. No es momento ahora para explicar la importancia de Oteiza en la historia del arte, pero he querido citar este hecho para mostrar que en este momento de mi relación con las artes, a esa idea del artista comprometido políticamente con su pueblo y su cultura, se unió en mi imaginario la del artista como ser reflexivo y analítico. Algo que se tradujo inmediatamente en mi obra, la cual comenzó a desarrollarse de manera programática a modo de series, abordando problemas, buscando soluciones, inventando variantes, ….

Por supuesto, todas mis investigaciones tenían una carácter casi estrictamente formal, al estilo de las realizadas por los artistas de vanguardia, que trabajaron de forma análoga a como lo hizo  Oteiza – Mondrian, Malevitch y los vanguardistas rusos, Kandinski, Moholy Nagi, Gabo o Pevsner, enrte otros. Trabajar como un investigador con los juegos de tensiones, las composiciones, las relaciones formales y hasta cromáticas en ocasiones, la búsqueda de los juegos en las texturas eran el tipo de preocupaciones que me ponían cada mañana delante del bloque de piedra o cada noche ante el papel donde realizaba mis estudios previos.

Durante esta época me encontré, por tanto, con lo que más tarde supe que era una concepción filolingüista del arte, es decir aquella manera de acercarse al arte como si fuera un lenguaje.

La justificación en la filosofía: de la práctica del arte a la reflexión estética

 

Es en este momento, en el que la necesidad de análisis estético y de reflexión metódica y rigurosa tienen tanto valor para el propio desarrollo de mi obra cuando decidí buscar amparo en la filosofía, matriculándome en la facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación del País Vasco.

La propia configuración de la titulación en este segundo ciclo coincidía plenamente con los dos ámbitos sobre los que había pivotado mi  relación con las artes en los últimos años: el interés por el arte como hecho cultural y la preocupación por cuestiones éticas (poder transformador del arte) y estéticas (las formas de aparecerse). Por ello, casi de forma natural, al terminar la licenciatura me incorporé como becario al Departamento de Valores y Antropología social donde inicié mi investigación de doctorado.

En estos años, guiado magistralmente por mi director de tesis, el antropólogo Mikel Azurmendi, accedí a muchas de las caves del pensamiento postmoderno y su preocupación por los problemas de la narratividad en antropología.

Las lecturas por él sugeridas me pusieron en contacto con muchos de los autores que todavía hoy siguen guiando mi viaje, como Geertz, Hayden White, Nelson Goodman, Lakoff & Johnson, Fernández Macklintock, Michael Baxandall o Svetlana Alpers, entre otros.

El encuentro con los especialistas del área y la puesta al dia

Al finalizar la tesis, me topé con la oportunidad de optar a una plaza como profesor contratado de educación artística en la UPNA. Era la oportunidad de volver casi al lugar de origen: arte y educación. Pero ya no era el mismo, como el de Odiseo, mi viaje no había sido en vano. Encontré un área de conocimiento que ya daba muchos signos de desperezamiento y que había abierto nuevas vías de renovación.

Recuerdo nítidamente mi aparición en el Congreso “La investigación en educación artística”, celebrado en Valencia el año 1997, donde no conocía absolutamente a nadie y a el que llevaba como carta de presentación una comunicación titulada “La variable cultural en la investigación sobre educación artística”, tratando de hacer mi primera aportación al área de lo aprendido entre los antropólogos y filósofos de la facultad.

También recuerdo mi segunda aparición pública en el área, en el I Congreso de Dibujo Infantil, celebrado en Madrid, donde tras la presentación de mi comunicación titulada “Estereotipo, integración cultural y creatividad” nuestra querida y admirada Ana Mae Barbosa, a quien no tenía el placer de conocer entonces me saludó en su dulce lengua brasileira con un enigmático “Usted y yo tenemos muchas cosas de qué hablar”.

El caso es que, más allá de las anécdotas, estos encuentros me convencieron de que los conocimientos adquiridos fuera del arte (como si hubiera algo que pueda ser externo al arte) podían resultar de utilidad para revitalizar la educación artística de mi entorno. Sobre todo porque la educación artística ya no estaba en aquella vorágine expresionista y representacionista en la que se encontraba cuando abandoné mi tarea como docente escolar y porque las nuevas orientaciones epistemológicas propiciadas por el pensamiento postmoderno abrían vías por las que podía circular cómodamente mi pensamiento y que resultaba apasionante explorar.

Las propuestas de sistematización: El DBAE y la alfabetización visual.

Este reencuentro con el área me propició alguna sorpresa más y mucho aprendizaje, porque varios de mis colegas se habían encargado de hacernos llegar a todos lo más importante de lo que se estaba fraguando para la renovación de la educación artística en el plano internacional. Así, pude conocer las que entonces eran en España nuevas propuestas de desarrollo disciplinar para el curriculo y cómo se había intentado que esta visión llegara a tener presencia en la reforma educativa española de 1990.

La primera de estas propuesta de sistematización de la que tuve conocimiento fue el DBAE (Discipline Based Art Education). Poco hay que decir de esta propuesta puesto que sus promotores, la Getty Fundation, se ha encargado suficientemente de difundir sus principios educativos. Solamente cabría apuntar para quien todavía no la conociera que, en franca oposición a las tendencias subjetivistas de la libre expresión, el DBAE vuelve a centrar el hecho educativo en la obra de arte, aproximándose a ella desde 4 campos disciplinares distintos: el de la estética, el de la historia, el de la crítica y el de la producción.

De la perspectiva del DBAE me interesó su ensayo sistematizador, en un área que siempre estaba en desventaja dentro del contexto académico y escolar por su falsamente natural tendencia a la falta de rigor científico. Pero considero perfectamente justificadas todas las críticas que se han hecho a este modelo por lo viejo de sus concepciones educativas, demasiado centradas en el saber experto y por lo limitado de su campo de estudio, las artes canónicas, aunque haya tratado últimamente de subsanar este último problema.

La alfabetización visual

Paralelamente al desarrollo disciplinar que se impulsaba en los Estados Unidos en otras parte del mundo, incluida la vieja Europa, crecía una propuesta de tipo disciplinar que radicaba sus fundamentos en el ámbitos de los artefactos visuales, no solamente los propios de las artes plásticas, y en lo que a juicio de sus promotores estos artefactos tienen en común, es decir, el lenguaje visual que articula sus formas.

La alfabetización visual persigue, por ello, la competencia en la “emisión” y, sobre todo, en la “lectura” de los mensajes visuales. La educación de la imagen es la actividad dirigida a la consecución de estas competencias expresivas y comunicativas ya que estas operaciones no se pueden concebir como resultado de la intuición o la emoción, sino como un proceso consciente de aplicación de unos saberes aprendidos, adoptando para ello métodos análogos a los de la semiótica. Las competencias y objetivos formativos de la alfabetización visual serían de este modo cuatro:

  • Habilidades del ver-observar
  • Habilidades de lectura para decodificar los imágenes o mensajes visuales.
  • Habilidades de escritura-producción de imágenes o mensajes visuales
  • Habilidades para emitir mensajes con y sobre las imágenes.

A pesar de que los teóricos de la comunicación visual reconocen dificultades para establecer y definir los elementos básicos constitutivos de su lenguaje, se ha convenido en la existencia de estos elementos: el punto, la línea, la superficie, el color, la luz o la textura. Estos elementos se coordinan entre ellos dando lugar a una estructura gramatical del arte, que D. A. Dondis describió en su libro «Sintaxis de la imagen», publicado en 1973, donde siguiendo la tradición del vocabulario visual de Debe defiende «la estructuración de una gramática de las formas, que haga posible la determinación de códigos visuales aptos para la intercomunicación entre los más aptos sectores de la sociedad” (Dondis, 1973:5).

La perspectiva de la alfabetización visual, así planteada, me interesó poco, porque ya había comprobado por mí mismo hacía tiempo que el arte era un tipo de relato cuyas raíces se encontraban más en lo cultural que en lo formal y sobre todo porque me parecía una propuesta más útil para cultivar los aspectos formales/estéticos que para despertar un uso crítico de las artes o los productos visuales.  

Las tendencias postmodernas: la educación artística para la comprensión de la cultura visual, la Proposta Triangular y la alfabetización en cultura visual.

Retomar el contacto con el área de conocimiento me sirvió para ubicarme en las distintas filosofías y metodologías que animaban las propuestas de renovación de la educación artística, como vengo mostrando. Pero, sobre todo, pude saber que, en sintonía con la revolución que la postmodernidad había introducido en los estudios sobre arte, la educación artística había abierto también un frente de trabajo para reflexionar y ver como aplicar a su ámbito las propuestas de esta reconceptualización epistemológica, concretadas en los estudios de cultura visual, los estudios visuales y la pedagogía crítica.

Todavía recuerdo claramente cómo, recién incorporado a la universidad, llegó a mis manos una pequeña publicación, casi un folleto, editado por algunos profesores y estudiantes de educación artística del Departamento de Dibujo de la Universidad de Barcelona. Estos educadores, dirigidos por Fernando Hernández, se hacían eco en aquella publicación de algunos artículos y reseñas de libros que rápidamente conectaron con lo que yo todavía en forma meramente intuitiva consideraba que debía ser la educación artística, porque partían del cuestionamiento de los límites de las artes y de su ubicación en las tramas del sistema cultural, algo sobre lo que ya había trabajado en mi tesis y el ámbito epistemológico idóneo para hacer crecer mis intuiciones como educador artístico renovado. Inmediatamente escribí un correo electrónico al profesor Hernández, felicitándoles por la publicación y mostrándoles mi sintonía e interés por sus planteamientos y de la rápida respuesta a aquella misiva comenzó una fructífera colaboración que va creciendo cada año.  

Las ideas que encontré aquella revista y en las que posteriormente fui recibiendo se sustentaban básicamente en tres factores de cambio de la cultura contemporánea, que paso a reseñar brevemente:

El primero es el ya citado de la ruptura de los límites de la idea de arte. Efectivamente, el arte contemporáneo, en cierta forma continuador, de las propuestas del final de las vanguardias modernas, se está caracterizando por enfatizar las cuestiones referidas a la narración de historias, por abordar temas controvertidos o por sus cada vez más frecuentes llamadas de atención sobre aspectos sociales y políticos. Todo ello realizado mediante obras que priman la atención a las cuestiones de orden narrativo que a las de orden formal.

Un segundo factor lo constituye la transformación de la investigación en las teorías y la historia del arte. Así, la apertura liminal, la diversificación de lo estético y el valor creciente de la crítica cultural pusieron los estudios de arte ante su propia paradoja y comenzaron a proliferar los debates sobre las analogías y diferencias entre las artes canónicas y la cultura visual o a cuestionarse la legitimidad y hegemonía de las formas de arte culta frente a las formas de arte populares.

Seguramente por ello, desde diferentes ámbitos del estudio y práctica de las artes, como los de la historia del arte, la estética y la filosofía del arte se han comenzado a revisar las preguntas que interrogan al hecho artístico, desplazando el interés desde la obra o el artista  hasta las culturas de la mirada. Observar cómo el arte interactúa con lo social, lo político o lo estético y cómo se produce la mirada del espectador sobre el arte se ha convertido en el centro de la investigación de numerosos autores de lo que se han dado en llamar los estudios de cultura visual.

Finalmente el tercer factor de cambio lo constituye la detección de la creciente influencia educativa de la cultura visual. Las sociedades tecnificadas han desarrollado hasta tal punto las tecnologías de lo visual que son muchos los autores que entienden este hecho como el más característico de una nueva época. Por ello se afirma que en la actualidad tanto el conocimiento como el entretenimiento suelen construirse sobre todo visualmente. En el caso concreto de los estudiantes, la impronta de lo visual en sus vidas está dando lugar a que se produzca una distancia abismal entre sus capacidades y las de los propios educadores, formados en la cultura de la letra y por ello poco habituados a manejarse en este entorno de la imagen.

De la mano de esta diferente capacitación ante lo visual, en sociedades mediáticas como las propias del mundo desarrollado, está teniendo lugar un fenómeno inédito, según el cual la denominada “pedagogía cultural” está ocupando el papel que anteriormente tenía la “pedagogía escolar”. En este tipo de sociedades, el universo visual y la cultura popular (el cine, los videojuegos, la música popular, las teleseries, Internet, los dibujos en la televisión, la publicidad, etc.), con los que los estudiantes interactúan en su tiempo de ocio, han tomado el relevo a la escuela en su misión social de transmitir valores y aportar conocimientos para la configuración de identidades. Es por ello, que este nuevo fenómeno se convierte en una cuestión ineludible para cualquier proyecto educativo.

Con el tiempo he ido aprendiendo que estos tres factores que confluyen en el origen del replanteamiento llamado posmoderno de la educación artística adquiere diferentes matices en la práctica, dando lugar a diferentes propuestas según pongan éstas el énfasis en el combate a la sociedad de  consumo, en la reivindicación de la cultura popular, en la defensa de los ciudadanos ante el poder persuasor de los medios, en la necesidad de rescatar para el discurso del arte las voces de los sectores sociales marginados o en la búsqueda de mecanismos para producción de discurso crítico, por ejemplo.

No tengo tiempo ahora para enumerar los matices que en cada caso adquiere cada una de ellas ni para describir el pensamiento de los educadores y pensadores que las sustentan. Por ello me limitaré a ofrecer unas pinceladas generales de la visión más cercana a nuestro contexto cultural y en este caso, a mi entorno personal, es decir a la perspectiva de la educación para la comprensión de la cultura visual.

La perspectiva de educación para la comprensión crítica de la cultura visual

La principal razón educativa de esta propuesta consiste en proporcionar fundamentos a los estudiantes para comprender críticamente los mundos sociales y culturales en los que viven y se producen sus relaciones. En este sentido, el estudio del arte y de la cultura visual, en general, quiere ir más allá de la búsqueda del placer o del conocimiento experto. Se trata de proporcionar a los estudiantes herramientas para una comprensión crítica del papel que cumplen en cada sociedad los instrumentos visuales de mediación cultural y la posición que ocupan en el juego de las relaciones de poder.

Hernández precisa, no obstante, que hablar de compresión crítica no significa sólo referirse a la valoración individual, sino a la aplicación consciente y sistemática de diferentes modelos de análisis (semiótico, estructuralista, desconstruccionista, intertextual, hermenéutico, discursivo,…) en el estudio de la cultura visual.

Todo ello porque parte del convencimiento de que detrás de las imágenes hay siempre más información que la que su apariencia muestra. De tal modo que, en esta modalidad de aprendizaje, es tan importante el establecimiento de relaciones entre tales imágenes y sus contextos de producción, como la atención hacia los efectos que tienen en las construcciones identitarias de las diferentes audiencias.

El propio profesor Hernández (Hernández, 2000) plantea, en forma de enunciados, las características fundamentales de este modelo y de ellas extraigo las siguientes:

  • Explorar los discursos mediante los cuales las imágenes construyen relatos del mundo social y favorecen visiones sobre el mundo y sobre nosotros mismos.
  • Explorar cómo las imágenes representan temas e ideas vinculados a situaciones de diferencia y poder (racismo, etnicidad, desigualdades sociales, de género, sexuales, de saber, de mirar), para desarrollar posicionamientos críticos y alternativos frente a ellos.
  • Construir relatos visuales (utilizando diferentes soportes) relacionados con la propia identidad y con problemáticas sociales y culturales que ayuden a construir posicionamientos críticos en los estudiantes.
  • Explorar y distinguir el papel de las diferencias culturales y sociales a la hora de construir maneras de ver y de elaborar interpretaciones sobre las imágenes.
  • Todo ello desde, la estrategia de pensar sobre lo visual en términos de significación cultural, prácticas sociales y relaciones de poder en las que está implicado (las imágenes y las prácticas de visualidad: maneras de mirar y de producir miradas

 

Si el objetivo es contribuir a que los estudiantes y ciudadanos se frente a la cultura visual, al mundo y las maneras de mirarlo desde una actitud de comprensión crítica, la forma de hacerlo puede ser el uso de una «metodología visual crítica», como propone Rose (2001), o usando la estrategia que nos sugiere Rogoff (1998), es decir cultivando «el ojo curioso» en lugar del «buen ojo», como han hecho los historiadores de arte y se preconiza en las propuestas disciplinares.

Cultivar el “ojo curioso” no es buscar en las imágenes o los objetos propiedades que éstos ya tenían, sino que, según Rogoff: «implica una cierta inquietud; una noción de las cosas fuera del reino de lo conocido, de las cosas no completamente entendidas o articuladas; los placeres de lo prohibido o de lo oculto o de lo impensado; el optimismo de encontrar algo que uno no conoce o ha podido concebir con anterioridad» (Rogoff, 1998: 17-18). 

La transformación de la Alfabetización visual en la Alfabetización en la Cultura Visual

En los dos últimos años, el mismo profesor Hernández nos ha presentado una propuesta que puede considerarse un lugar de encuentro entre la perspectiva de la educación para la comprensión de la cultura visual y las viejas propuestas de alfabetización visual.

Supongo que uno de los ejes de esta nueva vuelta de tuerca es la necesidad de ofrecer alternativas viables a los planteamientos de alfabetización visual formalista presentes en muchos curricula nacionales, como por ejemplo el español.

Digo esto sabiendo que el propio Hernández quiere dejar claro que, cuando se refiere a la alfabetización de la cultura visual en educación, no está proponiendo un mero cambio metodológico o una alternativa a «leer una imagen”, sino en una reflexión crítica sobre

cómo las imágenes (consideradas en un amplio un sentido) producen maneras de ver y de visualizar representaciones sociales y, concretamente las maneras subjetivas de mirar el mundo y a los propios sujetos.

El caso es que, más allá del trabajo con las formas, los colores y las composiciones, lo que se propone esta renovación es rescatar el viejo concepto de Paulo Freire de abordar la lectura y la escritura como prácticas sociales, que le sirve de ejemplo para construir prácticas de crítica social. Es por ello que esta propuesta sintoniza con el concepto de Freire de alfabetización como ‘lectura de la palabra y del mundo’. Una manera de verlo que, más allá de la mera codificación o decodificación, remite a la compresión y el análisis como los motores de un mayor y más crítico conocimiento del mundo.

A mi juicio, por tanto, no estaríamos ante una propuesta cuyos fundamentos sean muy diferente a los de la que acabo de exponer anteriormente ni a los de la que expondré después, sino ante una renovación del posicionamiento estratégico. No obstante, creo que Hernández acepta el debate sobre algunos elementos no contenidos en la anterior, que pueden resultar de interés para los educadores. Entre ellos destacaría los siguientes:

En primer lugar, la sustentación de la noción de alfabetización sobre la perspectiva sociocultural que puede encontrarse en el modelo tridimensional propuesto por Green (1988, 1997). Una perspectiva que sugiere que la alfabetización debe ser vista como las articulación de tres dimensiones de la práctica y el aprendizaje: la operacional, la cultural y la crítica. De tal modo que estas dimensiones apelarían simultáneamente al lenguaje, al significado y al contexto. 

El segundo principio interesante que Hernández introduce en el debate educativo es el de “multiliteracy”  o multialfabetización, desarrollada por Goodman (2005). Esta idea, que no estaba en forma explícita en las propuestas para la comprensión de la cultura visual, supone meter en el debate el papel que la pluralidad de registros representativos y comunicativos presentes en nuestras sociedades debe tener en el ámbito educativo.

En definitiva, lo que nos propone Hernández es que si utilizamos la noción de la cultura visual y la de alfabetización de la cultura visual para repensar el campo de la Educación de las Artes Visuales estaremos en condiciones de aceptar nuestro compromiso de ayudar a niños, a adolescentes, a profesores y a diversa clase de visualizadores para ir más allá de la obsesión tradicional de la educación artística por enseñar a ver y facilitar  experiencias artísticas.

La Triangulaçao Pós-Colonialista o Proposta Triangular brasileña

La tercera de las derivas que quiero ahora presentar, no es exactamente la tercera cronológicamente. Ocurre que. por aquello del predominio anglosajón en el campo científico, tardé unos años en conocer su existencia a pesar de contar con mucha solera y con tanta o más aceptación que las visiones educativas que se exportan desde los Estados Unidos e Inglaterra. Me refiero a la perspectiva, que se conoce con el nombre de “Proposta Triangular”, cuyo parentesco epistemológico e ideológico con las que acabo de reseñar es patente.

Ideada y promovida por la educadora Ana Mae Barbosa fue experimentada entre los años 1987 y 1993 en el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Sao Paulo, del que era directora y en las escuelas de la red municipal de enseñanza de Sao Paulo, en el periodo en el que Paulo Freire era Secretario de Educación del Municipio.

Su denominación inicial «Triangulaçâo Pós-Colonialista do Ensino da Arte no Brasil», ya nos ofrece una idea de su marcado carácter crítico, pero fue rebautizada por los profesores que la utilizaron como «Metodología Triangular», denominación que a juicio de Ana Mae Barbosa (1998: 33) ha condicionado el devenir de su propuesta, reduciendo a meros problemas metodológicos de aula lo que quería ser una revisión profunda de los problemas de enseñanza-aprendizaje artístico.

La Proposta Triangular, como ella prefiere denominarla, deriva de una doble triangulación. La primera es de naturaleza epistemológica, al designar los componentes de la enseñanza-aprendizaje por tres acciones mentalmente y sensorialmente básicas: creación (hacer artístico), lectura de la obra de arte y contextualización.

La segunda triangulación está en la génesis de la propia sistematización y tiene su origen en una triple influencia de otras tres aproximaciones metodológicas: las Escuelas al Aire Libre mexicanas, el Critical Studies inglés y el Movimiento de Apreciación Estética, aliado al DBAE.

Por eso, podemos decir que la Proposta Triangular es una opción formativa de raigambre postmoderna que concibe el arte como expresión y como cultura y propone un aprendizaje de tipo dialógico, constructivista y multiculturalista. El eje de la propuesta es la lectura contextualizada de la obra de arte, porque busca la alfabetización visual de los individuos, pero no en el sentido de hacerlos simplemente capaces de decodificar formalmente las obras de arte, sino de posibilitar su acceso crítico a las claves culturales eruditas que constituyen los códigos del poder.

En este sentido, a pesar de que sus referentes epistemológicos beben tanto de la pedagogía crítica como de las fórmulas disciplinizadoras, encontré en la aproximación triangular una cercanía con las tendencias que desde el ámbito anglosajón se venían formulando alrededor de los estudios de cultura visual.

Espero que el repaso que acabo de realizar haya  podido cumplir con una doble función: la de presentar, por un lado los rasgos más reseñables de la educación artística postmoderna y, por otro lado, la de describir el marco conceptual en el que se inscribe el pensamiento que a este respecto vengo desarrollando durante los últimos años.

En la descripción de las perspectivas citadas han ido apareciendo numerosas cuestiones colaterales que van desde las diferencias en los posicionamientos éticos y políticos hasta los desencuentros en la manera de abordar la inscripción institucional de las nuevas propuestas. Es en estos debates, precisamente donde se encuentra el origen de mi trabajo más reciente. No tanto porque sea seguidor de los planteamientos de la educación para la comprensión de la cultura visual, con la que mantengo fraternales discrepancias, o de cualquiera otra de las expuestas, sino porque es en este ámbito en el que he encontrado materia para pensar y debatir, en el que he encontrado oportunidad de someter a reconsideración mis posiciones ideológicas y epistemológicas y el que me está brindando el contrapunto necesario para establecer un diálogo que enriquezca mi propia posición personal. Una posición que voy a tratar de presentar en el tiempo que me resta.

Imaginando nuevas formas de educación de las artes: Renovar los fundamentos estéticos.

El acceso a la plaza universitaria en la que hoy desempeño mi trabajo me puso ante la necesidad de ordenar todo este material y las nuevas ideas en un libro, así como ante la necesidad de fundamentar lo más rigurosamente posible las afirmaciones o intuiciones que en él presentaba. A lo largo de este proceso de trabajo di casualmente con dos autores pragmatistas que han resultado ser capitales en la conformación de mi pensamiento actual como educador artístico: John Dewey y Richard Rorty.

De Rorty básicamente me interesó y me interesa su resistencia a concebir el análisis como la clave de acercamiento a la obra de arte. Es el referente que necesitaba para abandonar definitivamente las veleidades analítico-formalistas que me acompañaron en mi vida de escultor y en la sustitución de una mirada próxima a la de las vanguardias por otra más cercana a los usos cotidianos de las artes.

De Dewey me interesó especialmente su idea de arte como experiencia, que rápidamente sustituyó a concepciones anteriores. Sobre todo porque pensar el arte como experiencia significa borrar totalmente cualquier tentación de distinción entre experiencia estética y experiencia vital. Una posición a la que todavía sigo encontrando múltiples beneficios para la educación artística.

También, me interesó de ambos su radical oposición a pensar que tras el relato (léase relato artístico) existe algún tipo de significado verdadero, frente a otros significados que no lo son.

Lo interesante es que al leer a estos autores percibí que eran como de la familia. Su discurso no me era lejano, entraba dentro de esa “zona de desarrollo próximo” a la que se refería Vigotsky o pertenecían ya al “horizonte de expectativas” que define Jauss. Ahora sé que, de alguna manera, el molde sobre el que estas ideas encajaban ya estaba prefabricado en el encuentro que había tenido con Geertz, Barthes, White, Goodman y tantos otros durante la realización de mi tesis doctoral.

De todo esto es de lo que pretendo hablar en esta fase de mi intervención; de la manera en la que estas ideas configuran las concepciones estéticas que fundamentan mis propuestas educativas y de cómo iluminan desde un ángulo peculiar algunos de los problemas más relevantes de nuestra área, posibilitando que se vean aspectos hasta ahora ocultos y generando sombras allá donde parecía que se habían consolidado las certezas.

Tras una nueva definición: El arte como sistema cultural

Efectivamente la realización de mi tesis doctoral abrió mis inquietudes artísticas hacia nuevas formas de concebir el arte y su  papel en la configuración de la experiencia humana. En este contexto, el encuentro con la obra del antropólogo Clifford Geertz fue definitorio. A primera vista puede sorprender que haya sido un antropólogo y no un filósofo o esteta quien me proporcionara una definición de arte con tanta capacidad regeneradora para el desarrollo de mi pensamiento y acción. Pero a la vista de la evolución de las ciencias sociales no tiene nada de extraño.

El texto que obró esta transformación fue, básicamente, uno titulado “L’art comme sisteme culturelle” (el arte como sistema cultural), incluido en una recopilación de artículos publicados en libro bajo el título “Savoir Local, Savoir global: Les lieux du savoir”, luego publicados en español como “Conocimiento local, conocimiento global”.

En este texto Geertz parte de una idea de cultura, expuesta en su célebre ensayo “La interpretación de las culturas”, que pronto hice mía. Lejos de concebir la cultura como una compilación más o menos extensa de las producciones materiales o conceptuales de una determinada comunidad, para Geertz y desde entonces para mí, la cultura debe entenderse como una combinación abierta y en constante evolución de sistemas en interacción donde se resuelven problemas de significación, de articulación social o de definición identitaria. Lo atractivo de la idea de Geertz es que no se acerca a la cultura como al resultado inalterable de una experiencia colectiva pasada, sino como a algo abierto, dinámico, en permanente transformación, en constante interacción con los productos de otras culturas y en permanente revisión de los significados ya prescritos.  En este entramado de relaciones entre los sistemas simbólicos de las culturas el arte no constituye una empresa autónoma, como han pretendido la modernidad y las vanguardias, sino que es una manera peculiar institucionalizada y, en cierta forma, sistematizada de relación con el mundo.

Esta forma de entender el arte me proporcionó una buena explicación al hecho comprobable de que no hay símbolos específicamente artísticos y a que cualquier cosa pueda ser usada como símbolo estético, dependiendo del «juego de lenguaje» (Wittgenstein, 1954) que articule el sistema cultural en torno a ella. La idoneidad de esta idea es algo que hemos ido pudiendo comprobar en cualquier periodo de la historia del arte, cuando, por ejemplo el arte occidental ha ido incorporando a su acervo elementos hasta entonces considerados ajenos al juego estético: el paisaje, el retrato del campesinado, las escenas del horror, las producciones de cultura ágrafas o los objetos de la producción industrial, como el célebre urinario de Duchamp.

De este modo, puedo afirmar que el encuentro con esta concepción del supuso un cambio radical en mis concepciones estéticas del que se han desprendido varias consecuencias que paso a enumerar.

Pensar en el arte como un sistema simbólico en interacción con el sistema cultural, ha supuesto, por ejemplo, considerar que la misión del arte en el seno de las culturas es la de materializar en obras un orden de significación y hacer esta significación comunicable. Así, la obra de arte, tanto en su forma como en su significado, debería ser considerada como el resultado del empuje de multitud de fuerzas que no son específicamente intraartísticas y que configuran el equipamiento conceptual y sensible (estético) tanto de sus productores como de los receptores.

Concebir el arte como sistema simbólico dentro de un sistema cultural me ha llevado, además, a pensar que la interacción del arte con el contexto se produce en forma de proceso dialéctico permanentemente vivo, abierto y en constante evolución. De tal manera que arte e imaginario colectivo se transforman y resignifican mutua y constantemente.

Es por ello que Geertz, al aceptar que el resultado final de su acción significadora es un proceso que afecta a todos los ámbitos de la cultura, propone acercarse a las obras de arte o a los artefactos culturales como “textos” que es preciso leer a la luz del contexto de significación que les ha dado sentido.

Esta noción de arte guió mis pasos de incipiente etnógrafo durante la realización de mi tesis y ahora se me antojaba igualmente fructífera en mi tarea como educador. Ampliaba, además, las ideas de Barthes sobre el significado de los textos y me permitía dar un pequeño paso más allá de lo que podría parecer una visión semiótica de las artes para comenzar a considerarlas como relatos abiertos; es decir, como portadoras de relatos en los que se concitan cuestiones de narratividad y de significado cultural.

Las obras de arte como relato abierto

Mi trabajo de investigación doctoral constituyó, a este respecto también, el molde en el que fraguó este segundo aspecto de los fundamentos de mi pensamiento actual sobre las artes y su función cultural. En este caso tampoco fue un esteta ni un filósofo, propiamente dicho, quien me aportó las llaves que abrieron las puertas a una manera nueva de acercarme al fenómeno de la representación artística. Hayden White, historiógrafo, autor de un libro que lleva por sugerente título “El contenido de la forma”, me proporcionaría las pistas para comprender el papel que la configuración narrativa tiene en la construcción del significado y, así mismo, la relación tan estrecha que existe entre los estilos narrativos y las circunstancias culturales de sus productores y primeros usuarios. Aunque White construye su análisis sobre las formas del relato histórico, inmediatamente se puede percibir que su reflexión y punto de vista son fácilmente trasladables al ámbito del relato artístico, porque la representación artística, en tanto producción de algún objeto envuelto en hechos, creencias o intenciones, conlleva alguna forma de narrativización.

Esta perspectiva es ahora relevante en mi trabajo porque supone considerar que la forma en las artes, como en cualquier otro relato, no es algo accidental o superpuesto a lo que se quiere contar. En mi trabajo de entonces lo explicaba de este modo: “El conocimiento de la experiencia social o individual, su exégesis y su transmisión o representación se hacen viables mediante una previa configuración narrativa.  Frente a la pretensión objetivista de que existe un tema humano de descripción, absolutamente exterior y ajeno al sujeto descriptor y a sus artes narrativas, parece más plausible pensar que la percepción de cualquier realidad humana depende directamente de la naturaleza de los múltiples discursos que la configuran.

La elección de la “trama descriptiva” está condicionando los resultados finales; la estructura arquetípica de la trama determina el conocimiento y el juicio de lo que “realmente” está sucediendo.”(Aguirre, 1992).  

Lo interesante de la aportación de White es que su propuesta no se queda en el plano próximo del análisis formal, sino que profundiza hasta el plano de la crítica cultural. De este modo la lectura de White me hizo comprender mucho mejor en qué consistía la tarea de algunos historiadores del arte, como Baxandall o Svetlana Alpers, que leí con sumo interés en aquella época. El trabajo del primero sobre el quattrocento o el de la segunda sobre el arte holandés, se convirtieron para mí en ejemplos perfectos de cómo debía abordarse el estudio del arte desde una concepción culturalista, como la de Geertz, y teniendo en cuenta los aspectos narrativos, como teorizaba White.

Todavía hoy sigo pensando que concebir el arte como relato, es decir como construcción narrativa, que elige unos determinados elementos y deja otros para construir sus significados, ofrece una posición inmejorable para acercarse a este fenómeno desde la posición de un educador, porque empuja a indagar sobre las razones personales y culturales que impulsan a los productores a hacer ese tipo de selecciones y no otras en sus obras. No creo que haya manera más interesante de acercarse al estudio de una obra de arte que las que nos proporcionan estas premisas.

Las obras de arte como condensado de experiencia. El encuentro con el pragmatismo.

Ya he anticipado que esta concepción del arte como sistema cultural y como relato abierto, fraguada durante la realización de mi tesis doctoral,  se ha visto posteriormente complementada y certificada por el encuentro con las doctrinas filosóficas de autores pragmatistas como Dewey, Rorty o Shusterman, quienes han contribuido definitivamente a perfilar mis concepciones actuales sobre el arte y la educación artística.

Para empezar, las lecturas de Dewey han reforzado mi convencimiento de que es preciso despojar al arte y a sus obras de la dimensión trascendental en la que la tradición moderna los había colocado – lo que Dewey (1934) califica como “ la concepción museística del arte” o la “esotérica idea de las Bellas Artes”. Así, frente a la tradición académica que concibe los trabajos artísticos como “obras”, las ordena en discursos conclusos, por ejemplo el historicista, y fija sus significados (Barthes, 1971), el pensamiento de estos autores me ha llevado a creer que es más adecuado concebir los productos artísticos como relatos abiertos a la investigación creativa.

Concebir de este modo las obras de arte es lo que me ha permitido últimamente ir un poco más allá de una aproximación semiótica y proponer que nos acerquemos a la obra de arte, no como a un texto cifrado que podemos llegar a desvelar, sino como a un condensado de experiencia generador de infinidad de interpretaciones. Es decir, como la materialización estética de todo un sistema de creencias, valores, formas, proyectos o sensibilidades individuales y colectivas.

Pensar así la obra de arte conlleva trasladar el centro de interés desde el artefacto mismo a la actividad experiencial a través de la cual ha sido creado y es percibido o usado. Esta manera de abordar la obra de arte constituye, a mi juicio, un interesantísimo cambio de registro que ha resultado muy fértil el desarrollo de los criterios estéticos que guían hoy mis propuestas educativas.

Concebir las obras de arte como relatos abiertos y como condensados de experiencias ha modificado mis concepciones sobre las artes en, por lo menos, tres aspectos:

En primer lugar, me ha dado argumentos para neutralizar el carácter elitista (Shusterman, 1992) de las artes y sus obras, viviéndolas estrictamente como ejemplificaciones de experiencia estética que han alcanzado un grado de consenso social que las ha hecho ser comúnmente aceptadas.

Me ha obligado, además, a experimentarlas en su rol histórico y cultural, más que como objetos aislados. Dice Dewey que las obras se arte se presentan a menudo como si carecieran de raíces en la vida cultural, como si fueran especímenes del reino de las bellas artes y nada más, “alejadas del alcance de la vida en común o de la comunidad” (Dewey, 1934:6). Sacarlas del reino cerrado de las bellas artes conlleva, por ello, aceptar que los significados pueden cambiar con la transformación de las prácticas y las realidades que condicionan la experiencia de dichas obras (Dewey, 1934, Geertz, 1983, Barthes, 1971). Esta actitud supone, además, rescribir la propia historia del arte, que dejaría de ser concebida como una sucesión de momentos ordenados por estilos cerrados, sujetos a una lógica racional de progresión, para ser vista como una sucesión de juegos metafóricos que aparecen y desaparecen en función de contingencias históricas y culturales.

Por último, comprender las obras de arte en términos de experiencias vividas (Dewey, 1934) me ha ayudado a tratarlas como tejidos de creencias y deseos, en lugar de considerarlas como artefactos cuyo valor de uso y estudio reside sólo en su condición estética.

Es así, que las lecturas de Dewey me pusieron ante la idea de que la obra de arte no constituye un especimen aparte en el seno de una cultura, sino desarrolla y acentúa lo que es característicamente valioso en las cosas de las que gozamos diariamente. Una idea de hondo calado con la que, como apunta Shusterman, Dewey “no sólo socava las dicotomías arte/ciencia y arte/vida, sino que insiste también en la continuidad fundamental de un conjunto de nociones binarias y distinciones genéricas tradicionales, cuya oposición y contraste largamente asumida han estructurado gran parte de la filosofía estética: forma/contenido, bellas artes/artesanía, cultura elevada/cultura popular, artes espaciales/artes temporales, artista/espectador, por nombrar sólo algunas“ (Shusterman, 1992).

Imaginando nuevas formas de educación de las artes: Repensar una propuesta educativa

Hasta aquí he utilizado la estrategia narrativa de mostrar la manera en la que hechos, experiencias vitales y encuentros con autores han ido configurando los cambios en mi imaginario y mi ideario estético o educativo. Pero me da la impresión de que no dispongo de la suficiente habilidad narrativa como para continuar con este tipo de trama en esta fase de mi intervención, la que quiero dedicar a explicar los ejes de mi propuesta para la educación artística. Es por ello que, con su permiso, hago un rápido cambio de registro y me propongo adoptar un tono más académico que me permita ordenar y presentar de la manera más rigurosa y clara posible estas ideas que hoy estoy todavía tratando de articular coherentemente.

Como ya he ido indicando, los cambios conceptuales por los que me he visto afectado en los últimos años han servido para renovar buena parte de mi ideario educativo. Básicamente creo que me han proporcionado herramientas de inapreciable valor para sugerir alguna aportación a los debates sobre los límites del campo de estudio en educación artística, sobre los propósitos de esta disciplina educativa o sobre los criterios metodológicos que le son más propios. Esto es lo que trataré de mostrar desde aquí hasta el final de este escrito.

El debate sobre el campo de estudio: Artes canónicas, artes populares, cultura visual.

Uno de los aspectos especialmente interesantes que las concepciones estéticas reseñadas pueden aportar a nuestra tarea como educadores es que nos empujan a promover la restauración de la continuidad entre las formas refinadas e intensas de la experiencia –es decir, las obras de arte– y los acontecimientos que constituyen la experiencia cotidiana, rotos por la estética de la modernidad.

Es justamente en este terreno en el que podemos encontrar los fundamentos de la respuesta a uno de los dilemas más intensos de la educación artística actual: el de la delimitación del campo de estudio.

Efectivamente, buscar la continuidad de la experiencia estética con otros procesos vitales trae como consecuencia que nos veamos gratamente empujados a ampliar nuestro campo de estudio hacia todos los artefactos generadores de tal tipo de experiencia, provengan éstos de las bellas artes, de las artes populares o de la denominada cultura visual. A mi juicio, ésta es la principal razón por la que una educación artística renovada debe incluir en su estudio la cultura popular e incluso la cultura de masas.

A diferencia de lo que con frecuencia preconiza cierta educación artística de corte postmoderno, no encuentro contradicción entre hacer tales inclusiones y propiciar simultáneamente el enredo experiencial de los estudiantes con las formas más tradicionalmente aceptadas de arte. Concebidas desde la perspectiva de la experiencia, las imágenes de la cultura visual actual, el legado artístico heredado o las formas más laureadas del arte canónico no son sino respuestas humanas en clave estética a problemas vitales de hoy y de siempre o a contingencias análogas a las que todos vivimos en algún momento. Todas estas formas de manifestación cultural —sean populares, cultas, canónicas o de masas— constituyen diferentes respuestas a análogas necesidades de expresión cultural y experiencia estética, mediatizadas por un entorno que les dota de significado.

Es esto reside, a mi juicio, el peso principal de su interés educativo, ya que dichas respuestas pueden ser usadas como modelos para la revitalización y apertura de las experiencias propias y, de este modo, pueden ser sometidas al análisis crítico y a la desconstrucción de sus relaciones con los entramados de las hegemonías y del poder. El hecho de que algunas formas de expresión cultural ocupen un lugar preeminente en el imaginario de los jóvenes estudiantes o en los sectores más populares de la población también obliga a un educador responsable a ocuparse de ellas, pero no creo que sea, como frecuentemente se dice, la razón principal por la que deba hacerlo.

El debate sobre multiculturalismo en educación artística

Acabo de señalar que considerar las obras de arte como generadoras de experiencia estética posibilita acercarse a las desdibujadas fronteras entre las diferentes formas de arte y cultura de una manera distinta y más enriquecedora, que la basada en los criterios taxonómicos tradicionales. Algo parecido ocurre cuando abordamos el fenómeno de la multiculturalidad desde la perspectiva de imaginar el arte como sistema cultural y como experiencia estética.

El pensamiento de Geertz nos muestra que lo interesante del hecho cultural no es tanto su carácter prescriptivo, definidor de un modo de vida, sino la constante interacción sistémica con todos los ámbitos simbólicos que lo conforman, provengan éstos del interior de sus protagonistas o de la incorporación de elementos de aquellos contextos culturales y simbólicos con cuyos significados no estamos familiarizados. Adoptar esta perspectiva supone, por ello, aceptar que queden desdibujadas también las fronteras en torno a las que se suelen organizar las propuestas de educación multicultural.

Desde la perspectiva que estoy desarrollando no podemos decir que haya culturas cerradas, sino sistemas en permanente y fluida interacción, en los que se entrecruzan imaginarios, generando constantemente nuevos significados y regenerando incesantemente las relaciones.

Lo que resulta interesante de adoptar este punto de vista es que no son las fronteras entre culturas, sino las transgresiones de las mismas, es decir las resignificaciones, lo que deberíamos convertir en el eje del estudio. Todo es cuestión de cambiar de lugar el foco y creo que en educación –también en educación artística– poner el foco en las construcciones de sentido, en los usos, más que en los valores o rasgos culturales, nos coloca en mucha mejor disposición de abordar fenómenos culturalmente tan complejos como los que vivimos en prácticamente todas las sociedades del mundo. Desde un punto de vista educativo, de nada sirve prestar atención a las esencias culturales, mientras que los usos están constantemente resignificándolas.

En mi trabajo doctoral sobre arte vasco e identidad cultural pude rastrear cómo se fue constituyendo en el imaginario colectivo la identidad etnicista vasca y, sobre todo, pude detectar claramente quiénes aportaban los mimbres para tejer esa trama. Es por eso que cuando se me presenta alguna situación educativa en la que es preciso usar definiciones identitarias o significados culturales no puedo evitar preguntarme por la autoría de tales definiciones y significados. Creo que es bueno que desde las propuestas multiculturalistas en educación no se pierda de vista nunca la pregunta sobre la procedencia de los valores que se suelen presentar como esenciales o característicos de una cultura, así como sobre la posición que ocupan sus defensores en el juego de las hegemonías sociales, políticas y económicas presentes en dichos entornos culturales. Para explicar mejor esto pondré sólo un ejemplo, aunque espero que suficientemente significativo.

Una de las autoras que con mayor autoridad y buen juicio ha abordado la cuestión de la multiculturalidad en el campo de las artes y la educación es sin duda Jacqueline Chanda. En un trabajo titulado “Ver al otro a través de nuestros propios ojos: problemas en la educación multicultural” la célebre educadora norteamericana se lamenta de la inadecuada manera en la que la educación artística de su país ha incorporado elementos de otros contextos culturales, especialmente africanos, en sus estudios de arte. En concreto se refiere a cierta incapacidad de algunos de sus colegas para ver al “otro” y a sus productos artísticos desde su propio contexto de origen.

Concuerdo con Chanda en su rechazo a que estos artefacto o eventos artísticos sean analizados sin realizar una aproximación a los contextos en los que se han producido, pero mi perplejidad aparece cuando Chanda vincula la legitimidad de cualquier interpretación sobre ellos con los significados culturales de dichos contextos: “Es necesario contemplar el objeto con los ojos del otro, y sentir el deseo de comprender sus sistemas de creencias y sus formas de pensar (…/…)Desafortunadamente, por lo general, contemplamos las obras de arte con los ojos de la cultura dominante, porque en principio estamos condicionados para pensar desde una perspectiva normativa. Las descripciones y las interpretaciones de un objeto artístico visto con los ojos de alguien que no está familiarizado con la cultura de la que el objeto procede reflejarán únicamente los conceptos filosóficos, los ideales y la historia de esta persona, no los de la cultura que se está estudiando. Una estatua ikenga creada por el pueblo Igbo en Nigeria puede experimentarse de diferentes maneras dependiendo de si uno mismo es Igbo, o bien un etnógrafo británico del siglo XIX”.(Chanda, 2004:3)

No es difícil estar de acuerdo con algunas de las afirmaciones que acabo de citar, pero su planteamiento me causa perplejidad porque hay, a mi juicio, por lo menos dos cuestiones que se le escapan a la educadora norteamericana:

La primera es que la propia consideración de muchos de estos artefactos como arte ya es una forma de resignificación propia de modos culturales distintos, la mayor parte de las veces, a los del entorno en el que dichos artefactos se produjeron.

La segunda es que cuando hablamos de “los ojos del otro” o cualquier otro término equivalente, referido a otros contextos culturales diferentes al propio, no estamos sometiendo a crítica el juego de legitimación de las distintas voces que sin duda se da en aquella comunidad de la que tales artefactos proceden. Ella distingue entre un Igbo y un etnógrafo del XIX, pero no queda claro que distinga entre los distintos Igbo, porque en este punto, cuando nos referimos al otro como sinónimo de otra cultura, cabe preguntarse: ¿Cuáles son los significados de una cultura? ¿Los de sus dirigentes? ¿los de los expertos? ¿los de los productores? ¿los de sus usuarios? ¿Cuáles son las voces legitimadas de cada cultura y cuáles los mecanismos que las legitiman? Pocas veces se tienen en cuenta este tipo de cuestiones en las propuestas de intervención multiculturalista en educación artística, por muy críticas que éstas sean.

Quienes no creemos, al igual que Chanda, en las esencias culturales o en los valores permanentes de la cultura, sino en la constante transformación y resignificación de los mismos por sus usuarios, deberíamos cambiar el foco del problema y desplazarlo desde la idea de permanencia cultural hacia la de interacción dinámica de los significados. Lo que nos interesan son las transformaciones de sentido y sus razones, los juegos de poder y hegemonías que perpetúan o transgreden. Es por eso que digo que las fronteras interculturales quedan desdibujadas, porque al enfocar sobre este juego nos damos cuenta de que los cambios de sentido no se producen necesariamente en la proximidad de las fronteras tradicionales entre las culturas, si tal cosa existiera, sino que se da con igual intensidad tanto dentro de dichas fronteras como en su contacto con lo que está fuera de ellas. La propia Jacqueline Chanda se describe a sí misma como “un producto al menos de tres culturas —la cultura norteamericana, en general, la cultura afroamericana y la cultura india.”(Chanda, 2004:3) Una triple identidad que le permite a su juicio disponer de varias lentes a  través de las cuales observar las obras de arte. Es cierto que esto hace del problema de la multiculturalidad un hecho más complejo, como ella misma afirma, pero esa complejidad no es nada si se compara con la resultante de una descripción que supere las tradicionales coordenadas de las clasificaciones etnográficas. Porque además de ser afroamericana o india, Jacqueline Chanda es, por ejemplo, mujer o profesora universitaria, detalles identitarios que pueden tener tanto peso o más en sus experiencias estéticas que los de tipo etnicista que se autoadjudica.

Puede haber quien encuentre en esta perspectiva ciertos rescoldos de algún viejo subjetivismo. Estoy dispuesto a aceptar que haya algo de eso, siempre que consideremos que un sujeto, una persona, es el cruce y el lugar de encuentro de variados contextos simbólicos y culturales o de múltiples biografías, aunque ahora no puedo detenerme a desarrollar mejor esta idea.

En todo caso, lo que sí afirmo es que uno de los principales papeles que podemos otorgar a la educación artística centrada en la experiencia es el de posibilitar la escucha de todas las voces (mejor esta expresión que la de escuchar a todas las culturas), incluidas aquellas que las prácticas escolares tradicionales silencian o minimizan. Se trataría de romper, por tanto, las dinámicas escolares tradicionales, que buscan perpetuar los discursos y las relaciones de poder ya establecidas, favoreciendo la presencia curricular de unos individuos (o estratos culturales) en detrimento de otros y perpetuando con ello los discursos y las relaciones de poder.

El debate metodológico: la cuestión de la interpretación

A tal efecto, desde una concepción de las artes como experiencia y relato abierto, que se conjugue con una perspectiva crítica de la educación, pueden articularse diferentes estrategias metodológicas cuyos fundamentos podrían ser, por lo menos, estos tres:

  • El enriquecimiento de los resortes de la experiencia estética y vital
  • El juego dialéctico y la redescripción ironista
  • El reequilibrio entre análisis y emoción mediante la práctica de la “lectura inspirada”.

El enriquecimiento de los resortes de la experiencia estética y vital

Dado que la experiencia estética se genera en los ámbitos más diversos, sean éstos considerados como artísticos o de otro orden cultural, parece conveniente, como ya he indicado, incrementar la familiarización y sensibilidad de los estudiantes ante todas las formas de la expresión artística o estética. Tal familiaridad en el uso posibilitará que sean capaces de encontrar en ellas los discursos ideológicos, sociales y culturales que los configuran, así como los resortes sensibles y narrativos que les dan cuerpo material. En educación artística es decisivo, por tanto, generar en torno a los estudiantes un ambiente culturalmente rico y hacer de las artes, como en general de todo el conocimiento, un ámbito donde recrear, poner a prueba y representar experiencias de vida. Se trata, al fin y al cabo, de que los usuarios de arte no vivan como mundos distintos —propios de genios creativos, de diletantes expertos o de pueblos lejanos— aquello que responde a análogos impulsos vitales y a similares necesidades anímicas, ideológicas e, incluso, políticas que las suyas.

El juego dialéctico y la redescripción ironista como fundamento de una nueva acción docente

La metáfora de Richard Rorty sobre la actitud del ironista es una de las que últimamente más fructíferas me está resultando en su capacidad para regenerar mi pensamiento. Rorty describe esta actitud como la práctica consciente y constante de la duda o el descreimiento. Ironista es para Rorty quien, en su tarea de conocer, excluye toda pretensión de hacerse con la verdad. La actitud del ironista en sus relaciones con las descripciones y hechos de la experiencia es la de aceptar que tales descripciones no son relatos emanados directamente desde la realidad, sino juegos de lenguaje sobre la misma. Por eso es corrosivo con los dogmas y practica el juego de la dialéctica en su labor de representar el mundo. El ironista que describe Rorty utiliza la técnica de producir cambios sorpresivos de configuración mediante transiciones de una terminología a otra: “Su método es la redescripción y no la inferencia (lógica) (…/…) de objetos y acontecimientos en una jerga formada en parte por neologismos con la esperanza de incitar a la gente a que adopte y extienda esa jerga” (Rorty, 1989:96). Esta forma de pensar o juego dialéctico, es la que Rorty identifica con la crítica literaria que, en consecuencia con sus planteamientos, no consiste en “explicar el verdadero significado de los libros”, sino en situar libros en el contexto de otros libros o figuras en el contexto de otras figuras. De tal modo que podemos afirmar que uno de los puntales del método del ironista  es la redescripción, convertida de este modo en una suerte de “crítica cultural”.

Lo interesante de estas características del ironista rortyano, rápidamente presentadas ahora, es que ofrecen buenos mimbres para tejer un nuevo perfil de educador artístico y para fundamentar de forma más adecuada nuestras prácticas educativas a las distintas circunstancias sociales y culturales.

Entre otras cosas porque partir de una actitud ironista nos lleva a tratar a los literatos, filósofos o artistas plásticos y a sus obras no como canales que nos conducen hacia la verdad, sino como ejemplificaciones o “abreviaturas de determinados léxicos últimos y de las formas de creencias y deseos típicos de sus usuarios” (Rorty, 1989:97).

Visto así, el estudio del arte o de la cultura visual debería convertirse en una manera de trabar conocimiento con personas desconocidas, con experiencias remotas, que nos ayuden a revisar y renovar las nuestras: “Nada puede servir como crítica de una persona salvo otra persona, o como crítica de una cultura salvo otra cultura alternativa, pues, para nosotros, personas y culturas son léxicos encarnados”. (Rorty, 1989: 98).

Una educación orientada por estos criterios trataría, por tanto, de propiciar constantemente la emergencia de nuevos juegos de lenguaje y de someterlos a enfrentamiento dialéctico, no porque vaya en busca de uno definitivo, sino porque tal estrategia hace emerger nuevas maneras de ver el mundo y libera la imaginación (Green, 2005). Para realizar esta labor de enfrentamiento de léxicos o de creación de nuevas jergas, según el método de acción del ironista podríamos recurrir a diversos recursos metódicos como la manipulación del contexto y la redescripción, la desconstrucción, el juego intericónico o cualquier otra estrategia de interpretación, siempre que sean despojadas de su pretensión de alcanzar ninguna verdad fuera de su propio discurso.

Además, la adecuación al ámbito de la educación artística de una perspectiva ironista, como la que estoy presentando, nos invita a repensar nuestra idea de interpretación y, sobre todo, de “comprensión” en nuestra acción docente. Desde este punto de vista, comprender las obras de arte no consistiría necesariamente en dar con ningún significado preestablecido, sino en ser capaces de redescribirlas, enredándolas con los resortes estéticos que conforman la experiencia vital de cada uno. El contexto de producción de las obras de arte o de las imágenes puede ser importante para una idea de comprensión que persiga dar cuenta de sus significados fijos y definitivos, pero a mi juicio el contexto personal o social de uso es lo realmente relevante para los educadores artísticos, porque es en este contexto donde las imágenes pueden convertirse en nutrientes de los imaginarios juveniles y en elementos activos en la configuración de su identidad. Dicho en términos rortyanos, lo que los educadores perseguiríamos en nuestra interacción con las obras de arte es redescribirlas en una nueva jerga con la esperanza de que esa jerga pueda extenderse y abrir el camino a nuevas jergas. Es decir, con la esperanza de progresar en el cambio de léxicos que vayan haciendo de nosotros y de nuestro entorno el mejor yo y la mejor sociedad posible.

El reequilibrio entre análisis y emoción mediante la práctica de la lectura inspirada.

Ya hemos visto que tanto Dewey como Rorty ponen el acento sobre la vinculación de la obra de arte con la experiencia vital, considerando que ésta ligazón constituye el destino final de nuestra relación con las artes. Ambos indican claramente que, tras la crítica analítica, ha llegado el momento de dejamos arrastrar sin miedo para «vivirnos» en las obras de arte, para implicamos en ellas cognoscitiva y emotivamente, desarrollando en su plenitud cada experiencia estética.

En consecuencia con esta idea y yendo al terreno concreto de la práctica educativa, considero que las estrategias de comprensión no deben producirse exclusivamente a nivel analítico-cognoscitivo, como suele ser habitual en la perspectiva crítica, sino que deben progresar simultáneamente hacia el nivel emotivo-estético. En la base de la comprensión estética está la facultad humana de participar imaginativamente (de vivir estéticamente) cada uno de los actos de su vida y es en ese ámbito donde el ser humano se prepara para participar y transformar su entorno social porque, como dice Dewey (1934:12) «la obra de arte desarrolla y acentúa lo que es característicamente valioso en las cosas de que gozamos todos los días»

Desde una perspectiva pragmatista, el objetivo final de la comprensión estética sería el enriquecimiento de la experiencia, ante la que el análisis debería pasar a segundo plano. Por ello, resultaría excesivamente pobre una propuesta de educación artística cuyo objetivo último fuera buscar la interpretación certera o dar con las claves del significado de las obras de arte; se haga esto atendiendo a la intención del autor, al sentido de la propia obra o a los valores culturales que pudiera tener en el contexto donde originariamente se dotó de sentido.

Esto no significa, sin embargo, que ignore el valor que el análisis de contenido, la desconstrucción o cualquier otra forma de interpretación pueden llegar a tener, como estrategias que aguijonean nuestra imaginación y nos ayudan a llegar más allá de lo que ya sabemos en el acto de la comprensión. La teorización y el análisis crítico pueden, sin duda, ser una eficaz herramienta en educación artística para romper el conformismo cultural y para favorecer la comprensión. Pero el análisis no es la comprensión, del mismo modo que la historia de la producción de una obra de arte no es suficiente para explicar la obra de arte ni su significación. El análisis debe servir para situar la obra en un entorno cultural; en ningún caso para sustituir o reproducir la plena experiencia de la obra de arte.

Desde el punto de vista que estoy exponiendo, ver obras de arte (como leer textos literarios o escuchar piezas musicales) no es sólo buscarles un significado, sino verlas a la luz de otras obras de arte, de otros textos, de experiencias pasadas o de las experiencia de otras personas. Esta es la diferencia entre las que Rorty denomina lecturas metódicas —las que saben lo que quieren obtener de la visión de una obra de arte- y las lecturas inspiradas —es decir, aquellas guiadas por el «apetito por la poesía», según feliz expresión de Kermode. Las primeras proyectan el conocimiento del espectador sobre la obra que analiza, las segundas consisten en ponerse ante las obras de arte dispuesto a que le ayuden a uno a querer algo diferente, algo que le impulse a cambiar, mejorar, ampliar o diversificar sus propósitos y así la propia vida.

El debate sobre los propósitos formativos: La creación del sí mismo y la participación solidaria en un “nosotros”

Los fundamentos estéticos, filosóficos y educativos que estoy presentando conllevarían, también, la necesidad de proyectar nuestros objetivos formativos más allá de alfabetización visual, el conocimiento del arte, por profundo que éste sea, o la siempre imprescindible crítica cultural.

Aún sin negar el interés que cada uno de estos objetivos puede tener para orientar la formación de nuestros estudiantes, a mi juicio, el propósito último de la educación artística debería consistir en generar competencia, criterio y sensibilidad para hacer uso de las experiencias que vehiculan las artes o la cultura visual. Si algo interesante puede ofrecer la educación artística es la oportunidad inmejorable de  enriquecer nuestros propios proyectos de vida con las tramas urdidas por otros autores y entrecruzando sus experiencias estéticas con las nuestras. Definir el arte como experiencia tiene el interés de que nos obliga a establecer necesariamente una relación con las producciones estéticas y sus autores, basada exclusivamente en el conocimiento, sea analítico formal o desconstructivo.

El encuentro con las obras de otros nos puede mover a establecer un tipo de relaciones que contribuyan a satisfacer dos objetivos formativos complementarios y confluyentes: el enriquecimiento de la propia experiencia personal o, como dice Rorty, la «creación de sí mismo», por un lado; y la generación de la solidaridad basada en la ampliación del “nosotros”; una forma más democrática que la de la mera aceptación del “otro”.

A mi juicio, ambos propósitos definen muy bien la dirección de la senda que la educación artística debe tomar para ofrecer alternativas de mejora a los tipos de sociedad y estudiante que hoy tenemos ante nosotros

El valor de las artes en la generación del “yo” se produce en tanto que todo artefacto estético, como he mostrado anteriormente, es susceptible de convertirse en condensado simbólico a través del cual cristalizar sentimientos, configurar valores o ser experimentado estéticamente. Todo objeto, acción o discurso, entre ellos las obras de arte, son susceptibles de aliarse con la biografía de alguien para producir una experiencia, que puede ser estética o no, pero que en todo caso afecta a la creación de sí: “Todo, desde el sonido de una palabra hasta el contacto con una piel, pasando por el color de las hojas, puede servir, según Freud muestra, para dramatizar o para cristalizar el sentimiento que un ser humano tiene de su propia identidad. Porque toda cosa así puede desempeñar en una vida individual el papel que los filósofos han pensado que podía o, al menos, debía ser desempeñado únicamente por cosas que eran universales, comunes a todos nosotros. Todo ello puede simbolizar la ciega marca que llevan todas nuestras acciones” (Rorty, 1989: 56-57).

Por eso buscar lo que los artefactos estéticos significan en cada contexto de origen, como proponen algunas pedagogías multiculturalistas, no es sino una de las posibilidades de trabajo que nos ofrecen, porque el hecho de comprenderlas como mediadoras de valores, creencias, deseos y fantasías nos empuja a sacarles mucho más rendimiento educativo que el derivado de su cualidad estética o artística.

Por el contrario, como he dicho antes, es mediante la redescripción de los otros o a través del enredamiento con sus obras, como se produce la edificación del sí mismo:. El proceso comienza cuando deseamos saber si hemos de adoptar la imagen de aquellos que nos han sorprendido e iniciamos la respuesta a nuestra pregunta experimentando con los juegos de lenguaje o las metáforas que elaboraron. En el juego con ese nuevo léxico nos redescribimos a nosotros, nuestro pasado, el entorno que nos rodea y comparamos los resultados con otras redescripciones alternativas. Y hacemos todo eso porque tenemos la esperanza de que esas redescripciones continuas hagan del nosotros el mejor yo posible (Rorty, 1989:98). De paso, mientras cultivamos nuestra identidad, nos estamos haciendo sensibles a los léxicos de otros, pertrechándonos de este modo con un bagaje cognoscitivo y sensible que nos ayude a evitar su humillación. Es de este modo como, mediante la redescripción, quedan impresos los léxicos de los otros en nuestro yo. Los “otros” ya no son algo ajeno, alguien a quien comprender o tolerar, sino que son una ampliación del “nosotros”.

El debate sobre el poder performativo del arte y su valor para la reconstrucción social.

Enseñar a comprender las obras de arte, por tanto, no consistiría sólo en desvelar los mecanismos de poder implícitos en las obras y así liberar a los individuos, sino en proporcionar amplia información sobre los criterios, creencias y anhelos ajenos, de forma que su familiaridad con ellos nos ponga en disposición de solidarizarnos con las causas justas. La acción educativa de comprender la cultura estética (la propia y la ajena) debe tener como misión ampliar el espectro del «nosotros», único modo posible de hacer efectiva la solidaridad ante el sufrimiento. Esta es la vía más eficaz para «identificar-nos» con el otro y «hacerlo de los nuestros».

La educación artística es idónea, en este sentido, para desarrollar una identidad liviana, contingente, porosa y abierta a aceptar al otro y es eficaz para la transformación y la reconstrucción social en tanto que este tipo de identificación con el otro nos predispone a ser sensibles ante su humillación.

A mi entender, es de esta forma y no mediante un supuesto ejercicio de acción directa del arte o la educación frente a la desigualdad como creo que la educación artística puede contribuir a la reconstrucción social. Es la capacidad del arte para evocar lo contingente e imaginar nuevos léxicos lo que hace posible ampliar nuestra sensibilidad hacia las contingencias del otro y con ello ampliar el nosotros -en lugar de «comprender al otro»-, ampliando de este modo el abanico de lo que consideramos objeto de nuestra solidaridad.

Las experiencias en lo estético no arreglan nada por sí mismas, como no lo hace el arte, pero contribuyen a proporcionar una diversificación y ampliación de las creencias personales y un enriquecimiento de la sensibilidad que, en última instancia y de acuerdo a un paradigma moral basado en la igualdad, el respeto al otro, etc.., pueden dar lugar a una mejora de las relaciones sociales, una mayor identificación con las sensibilidades estéticas de los otros y con ello de su manera de estar en el mundo y de enfrentarse a él.

Otras consecuencias

Finalmente me gustaría reseñar que tras esta concepción que estoy sugiriendo existe algo más que un criterio para discriminar los lindes de nuestro campo de estudio o nuestro propósitos formativos, porque cuando decidimos cuál es el ámbito de nuestra acción educativa estamos adoptando un compromiso ético. La fuerte carga ética y estética que acompaña a muchos de los artefactos culturales que consumen hoy nuestros estudiantes, nos empuja a hacer frente a la situación partiendo de allí de donde la experiencia estética está teniendo lugar, es decir de los artefactos y situaciones que la están generando.

No se trata de imponer unas formas de arte supuestamente refinadas a otras que creemos que no lo son. Se trataría, más bien, de tomar el enriquecimiento de la capacidad sensible para vivir estéticamente (y éticamente) como eje de la acción educativa. En este ensayo de revisión de mis criterios estéticos y educativos no estoy tratando, por tanto, de realizar un mero ejercicio de especialista diletante, sino de afinar en la puesta a punto de una herramienta educativa para el desarrollo personal de los sujetos, es decir de un instrumento útil para mejorar la vida.

Todo eso sin contar que, además, concebir el arte como experiencia y la obra como relato abierto nos ofrece un punto de partida privilegiado para mejorar la motivación de los estudiantes hacia la educación artística, porque permite incluir como objeto de estudio a los artefactos de su propia cultura estética, promoviendo de este modo una mayor integración entre sus experiencias vitales y el arte. Por si esto no fuera suficiente, en la medida en que los estudiantes son activos tejedores de ese relato siempre inacabado, que constituye cada producto artístico, el ejercicio de interpretación amplía la capacidad de experimentar como propias, formas ajenas de experiencia estética y reduce el hastío que produce la exégesis academicista: “La reducción de la lectura al mero consumo es claramente responsable del ‘aburrimiento’ experimentado por mucho ante el moderno (ilegible) texto, película o pintura de vanguardia: aburrirse significa que uno no puede recrear el texto, abrirlo, hacer que fluya” (Barthes, 1971:163).

En definitiva, he llegado a la conclusión de que estas formas de concebir las artes, la historia del arte y los cambios en las prácticas culturales permiten abordar a la perfección la tarea de transformación de imaginarios que nos exige el momento actual. Porque permiten poner en marcha una propuesta curricular tendente al equipamiento de los sujetos ante las artes y la cultura visual, una propuesta disciplinar abierta a la emergencia de lo contingente, crítica y no reproductiva y centrada en los usos culturales de las artes. Algo que no resulta posible a partir de las viejas concepciones del arte o la cultura.

Concluyendo

Espero que la trayectoria vital que he esbozado ha podido dar cuenta de las diferenets maneras en las que las concepciones sobre arte y educación han ido modelando mi pensamiento y acción en estos ámbitos del saber. He pasado por concebir el arte como una cuestión de representación mimética de la realidad, una concepción que, a menudo acompañada de la idea de arte como techné, ha dominado y todavía domina algunas fórmulas educativas centradas en la adquisición de las destrezas manuales y reproductivas.

La idea de arte como expresión personal o como reflejo del ser interior también me ha salido al camino y he hablado de la importancia que tuvo como posición política en una época de salida de la dictadura y hambre de libertad, más que como propuesta pedagógica, cuyos resultados hoy pueden calificarse de auténtico fracaso en cualquiera de los objetivos que perseguía.

El arte como instrumento de análisis de la realidad constituyó una herramienta muy útil en un primer momento de mi formación estética, aunque su interés y alcance resulte muy limitado si se queda en el ámbito de lo formal y no avanza de la metáfora del lenguaje hacia la del relato.

He conocido las propuestas disciplinares y me he dejado llevar por las procelosas aguas de la crítica cultural, los estudios visuales y la pedagogía postmoderna. Finalmente algunos textos pragmatistas han venido a satisfacer los aspectos más oscuros de estas perspectivas.

En estos momentos trato de ser un docente que se mantiene en permanente estado de reflexión sobre su pensamiento y acción profesional. Alguien que somete a consideración, contraste y duda cada una de las afirmaciones que hace porque sabe que son provisionales, una etapa más en un camino de eterna búsqueda y mejoría constante. Alguien que, como afirma Rorty, mantiene la preocupación constante de haber tomado el camino equivocado. Alguien que sabe que no hay una verdad, un modelo o un criterio definitivo, el cual, una vez alcanzado nos resuelva todas las dudas. Alguien que es consciente de  que sus propuestas o definiciones no dimanan de la realidad, sino de las metáforas y los juegos de lenguaje con los que se enfrenta a ella.

Alguien, en definitiva que, como dice Maxine Green se pregunta constantemente: ¿Cómo lograré salir de los círculos que probablemente crearé yo mismo? ¿Cómo superaré los nuevo prejuicios que me voy formando? ¿Cómo mantendré vivo el dolor por la respuesta insatisfecha?

Creo que la fórmula que apunta Green es buena: usar el relato como forma de conocimiento, impulsar a los lectores y estudiantes a buscar sus propias historias y experiencias para hacer proyectos con los que crear identidades.

Este relato de mi caminar ha querido ser eso. Una reflexión compartida en el que la protagonista debe ser la educación y no su medium: en este caso, yo mismo, aunque haya puesto buena parte del relato en primera persona. Espero que la fórmula narrativa no haya traicionado mis pretensiones y que este inmerecido protagonismo no tenga más valor que el de personalizar lo escrito y justificar mi presencia física aquí.

 

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[1] Profesor Titular de Didáctica de la Expresión Plástica del Departamento de Psicología y Pedagogía de la Universidad Pública de Navarra.  Diplomado en Profesorado de EGB y Licenciado en Filosofía por la Universidad del País Vasco, es Doctor por el Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social de la citada universidad Como investigador ha formado parte y dirigido varios proyectos nacionales e internacionales, el último de ellos, «La formación en artes visuales en las instituciones sociales y culturales de la ciudad de Montevideo«, financiado por AECI.  Autor de varios libros, como el titulado «Teorías y prácticas en educación artística. Ensayo para una revisión pragmatista de la experiencia estética en educación» y de numerosos artículos en revistas especializadas nacionales e internacionales, como el titulado “Beyond the understanding of visual culture: A pragmatist approach to Aesthetic Education”. Además ha participado en más de una docena de congresos e impartido conferencias con trabajos sobre los temas de su especialidad.Actualmente compatibiliza su investigación sobre nuevas perspectivas teóricas para la educación artística con su aplicación inmediata en contextos educativos tanto escolares como extraescolares. 

 

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